Cuando Alemania adoraba a Grecia
Hubo un día en que el arte y la filosofía unieron a ambas naciones en un destino común
Si uno se queda con lo que lo “griego” significa actualmente para la
prensa popular (e incluso no tan popular) alemana, las consecuencias no
pueden ser más desoladoras. Lo “griego” es sinónimo de lo peor, y lo
peor se traduce en corrupción, vagancia e incapacidad para el esfuerzo.
Se hace difícil encontrar en las páginas de los periódicos una palabra
amable para Grecia. La gran paradoja, sin embargo, es que ninguna
cultura, en el pasado inmediato, se ha dirigido tanto a lo helénico como
la alemana. Es verdad que se trataba de la Grecia antigua pero, en su
momento, lo “griego” aludió a lo más elevado que se pudiese concebir.
También en Francia y en Gran Bretaña el culto de la Grecia clásica fue
muy intenso en los siglos XVIII y XIX, aunque en ningún país europeo,
como en lo que ahora llamamos Alemania, fue tan decisivo. Lo “griego”,
ahora tan denostado, pareció imprescindible a la cultura alemana para
cohesionar una nación que permaneció fragmentada en múltiples
territorios hasta hace siglo y medio. No es nada seguro que los alemanes
actuales sean conscientes del agravio a su propia raíz espiritual
cuando utilizan peyorativamente el término “griego”; claro está que a
los políticos europeos de nuestros días, y entre ellos a los alemanes,
poca finura intelectual se les puede pedir: la cultura europea parece
completamente ausente de la política que se hace en Europa.
Y, sin embargo, por raro que suene a los consumidores de información
de nuestros días, Alemania amó apasionadamente a Grecia. Hasta tal punto
que, en lo que en toda escuela se enseña como la obra cumbre de la
literatura germana, el Fausto de Goethe, la boda del
protagonista con Helena de Troya quiere simbolizar, entre otras cosas,
la unión de la antigua Grecia con una nación en ciernes llamada
Alemania. Con su insuperable capacidad de síntesis, Goethe culminaba en
ese matrimonio simbólico una de las principales operaciones de
apropiación mental que se haya realizado en la historia de la cultura:
dos mundos, el griego y el germano, quedaban vinculados por una suerte
de destino común que se atestiguaba mediante el arte y la filosofía.
Durante dos siglos los escritores y filósofos alemanes vivieron en el
convencimiento de que ellos eran los herederos naturales de los griegos
en la época moderna, creencia, fértil y catastrófica al mismo tiempo,
que condujo a extravagancias —por decirlo de un modo suave— como la
opinión de Heidegger de que solo se podía pensar verdaderamente en
alemán y en griego (es de suponer, vista la consideración que merece la
Grecia moderna, que Heidegger se refería a la lengua griega antigua).
La boda del alemán Fausto con la griega Helena es, casi, la
consecuencia de una necesidad histórica. A lo largo del siglo XVIII, y
hasta mediados de la centuria siguiente, se suceden tres generaciones
para las que lo “griego” cimenta el futuro de la civilización:
Winckelmann y Lessing; Goethe y Schiller; Hegel, Hölderlin y Schelling.
Desde el punto de vista de una asimilación espiritual el resultado es
prodigioso. Alemania es convertida en sucesora de Grecia. Por primera
vez en la cultura europea se trataba de un radical proceso de
sublimación y purificación. Hasta entonces los escritores y pensadores
europeos habían buscado guía y refugio en la entera Antigüedad, como si
Grecia y Roma hubiesen sido una continuidad sin fisuras. Dante se hace
acompañar en su viaje a los ultramundos por Virgilio, en tanto que
representante de todo el mundo antiguo. Shakespeare pone sobre el
escenario, sin muchas diferencias, a héroes helénicos y romanos.
Montaigne, en sus Ensayos, cita indistintamente fuentes griegas y latinas como si dieran lugar a un caudal único.
Antes del siglo XVIII el modelo de los escritores y pensadores de Europa había sido la entera Antigüedad
Sin embargo, esta tendencia unificadora, grecorromana, mediterránea
si se quiere, cambia drásticamente, de Winckelmann a Schiller, en el
clasicismo alemán. En su Historia del Arte de la Antigüedad,
Winckelmann proclama la superioridad indiscutible de la expresión
griega, frente a la cual la arquitectura y la escultura romanas
adquieren un papel notable, pero secundario. El modelo no es la
Antigüedad grecorromana; el modelo, exclusivo, es Grecia. La diferencia,
a este respecto, con Francia es palpable, si tenemos en cuenta que la
liturgia y la estética de la Revolución Francesa atendieron bien
claramente a principios inspirados en la República romana, como muestra
con maestría la pintura de David. Winckelmann popularizó en Alemania, y
progresivamente en Europa, la visión de la Grecia antigua como un ideal
absoluto, indiscutible, al que toda la cultura del porvenir debía
dirigirse para alcanzar su madurez. Las artes visuales eran, por tanto,
en su significado más elevado, una creación griega.
Paralelamente, la literatura alemana que, no lo olvidemos, aunque se
aproximó rápidamente a su edad áurea, estaba en sus inicios, realizó una
operación similar. De Lessing a Schiller modificó el referente
grecorromano para centrarse únicamente en el helénico. Virgilio, el guía
de Dante, dejó de ser el protagonista en el escenario de los sueños de
perfección de los escritores alemanes para dar paso a Homero. Hay un
maravilloso poema de Schiller, Los dioses de Grecia, que
atestigua este viraje, además de servir, en nuestros días, como antídoto
contra el veneno de la prensa amarilla contra lo “griego” (tal vez no
sería una mala lectura, tampoco, para la señora Merkel). En una vuelta
más de tuerca, la siguiente generación idealista y romántica, la de
Hölderlin, Hegel y Schelling, apuntaba definitivamente la filiación
griega de la cultura alemana, si bien en el caso del primero, cuyo
fervor filohelénico no tiene parangón, para advertir de los peligros de
la concepción germana. No deja de ser curioso que al leer hoy El archipiélago,
de Hölderlin pueden apreciarse con nitidez ciertas proféticas
advertencias sobre la arbitrariedad a la que se expone una Alemania
ensimismada en el egoísmo productivo. Medio siglo después otro alemán,
Nietzsche, acusará a su país de ese mismo “olvido de la grandeza de
Grecia”. El amor por lo “griego” de los escritores alemanes les llevó
con frecuencia a resguardarse frente a lo “alemán”.
Como quiera que fuese Grecia —como idealidad, como entidad
metafísica, como simbolización— jugó un papel extraordinario en la
consolidación de la cultura alemana, sin posible comparación con lo
ocurrido en ningún otro país, pese a que los clasicismos fueron
fundamentales en toda Europa. Tal vez la explicación hay que encontrarla
en la debilidad del alemán como lengua de cultura hasta la segunda
mitad del siglo XVIII, y en el retraso histórico de la unidad alemana.
Por ambas razones la apropiación espiritual de una Grecia idealizada fue
determinante. En Gran Bretaña y en Francia este proceso no fue
necesario. En Italia, cuya lengua tenía una larguísima tradición de
cultura, el Risorgimento se apoyó, con naturalidad territorial, en la antigua Roma.
Únicamente Alemania se consideró de forma tan apasionada y exclusiva
la hija espiritual de Grecia (filiación algo incestuosa en el caso de
los amores entre Fausto y Helena de Troya). En consecuencia, la cultura
germana encontró su matriz, su razón de ser, su destino en lo que
supuestamente fue su Grecia onírica, la de los templos y estatuas de
Winckelmann, la de los dioses de Schiller y los héroes de Hölderlin. En
cierto sentido Grecia fue, a través de los escritores y artistas, el
sueño de Alemania.
Ahora, pesadilla. Claro está que el mundo es otro, y Goethe o
Hölderlin no pueden competir con el veneno de los medios de comunicación
que se llaman a sí mismos populares o con la sistemática ignorancia de
los políticos. Tampoco, claro está, los griegos son —ni han sido nunca—
aquellos magníficos habitantes que moran en los versos de Los dioses de Grecia.
Pero no deja de ser curioso —y, en cierto punto, espantoso— que un
mismo vocablo, lo “griego”, sirva en la universidad para aludir a lo
mejor de las virtudes y en la calle, para resumir el más peligroso de
los vicios.
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