La salida de Atenas del euro hubiera supuesto el fracaso del proyecto de la moneda única
27 Enero 2013 EL PAIS. ANGEL UBIDE
El FMI acaba de publicar los documentos que sirvieron de base para
las discusiones del año pasado sobre el futuro del programa griego. Son
más de 250 páginas que revelan la dificultad del caso, escritas en un
muy cuidado lenguaje diplomático —en la jerga interna del FMI se
denomina informalmente, o al menos se denominaba, fundish— que trata de
lidiar con las dificultades de una negociación triangular, o a veces
incluso cuadrangular, con Grecia, el FMI, los países de la zona euro y
el BCE como vértices de ese complicado diseño.
Hay muchas maneras de ver el caso griego. La opinión generalizada
hace un par de años era que estaba claro que no tenía solución y que,
por tanto, la única alternativa era la suspensión de pagos y la salida
del euro. Desde un punto de vista puramente económico, quizá.
Simplificando, el exceso de deuda se puede corregir de tres maneras:
poniendo en marcha un plan de ajuste fiscal, creciendo rápidamente o
reduciendo el valor de la deuda. Y su valor se puede reducir de dos
formas: generando inflación o simplemente incumpliendo los contratos y
dejando de pagar. La opinión generalizada era que el ajuste fiscal
necesario era imposible, que la aceleración del crecimiento era
imposible sin una devaluación a gran escala y que, por tanto, la mejor
opción era la salida del euro para así poder devaluar y la suspensión de
pagos.
Pero el punto de vista puramente económico nunca ha sido el correcto
—como tampoco lo era, por ejemplo, en el caso de Letonia en 2008, cuando
la opinión generalizada era que debería abandonar el sistema de tipo de
cambio fijo. No lo abandonó porque eso hubiera supuesto, en gran
medida, abandonar los planes de entrada en el euro, y ahora Letonia está
de camino de nuevo hacia su ingreso en la moneda única, habiendo
recuperado la senda de crecimiento tras el (muy duro) ajuste.
El caso griego tenía muchas ramificaciones políticas, e incluso
geopolíticas, a las cuales los observadores externos no prestaban
suficiente atención. La salida de Grecia del euro hubiera supuesto el
fracaso del proyecto de la moneda única: si un sistema monetario tiene
mecanismos de salida, la credibilidad del mismo nunca será completa.
Imagínense qué hubiera sucedido con los activos financieros
estadounidenses si, por poner un ejemplo, Florida hubiera considerado
públicamente la salida del dólar en 2008, como lógico mecanismo para
generar una devaluación y así amortiguar el impacto de la durísima
crisis inmobiliaria. El concepto de salida controlada, con cortafuegos,
nunca fue creíble, ya que su impacto es materialmente imposible de
calcular ex-ante, de la misma manera que la liquidación de Lehman
Brothers tuvo consecuencias que nadie se imaginaba cuando se tomó la
decisión. El efecto contagio sobre otras economías de la zona euro
hubiera sido enorme, y el coste en términos de PIB, probablemente muy
grande. Al final, una vez que se tenían en cuenta las posibles
ramificaciones negativas de la salida de Grecia, estaba claro que no
merecía la pena intentarlo (a pesar de que algunos sectores del FMI
apoyaban la opción de salida y en algunas capitales europeas se
consideró interesante desde un punto de vista político hasta el verano
pasado). El aspecto geopolítico no se debe desdeñar. Grecia es la punta
de lanza de la zona euro hacia Asia, y la salida de Grecia no solo
hubiera dejado a la Unión Europea sin un mirador adelantado en la zona,
sino que hubiera abierto la puerta a complicadas combinaciones
estratégicas, con Rusia y Turquía en primer plano.
Tras las elecciones griegas, y una vez calmado el pánico generado por
la irrupción de Syriza como segunda fuerza política del país, estas
consideraciones acabaron imponiéndose el verano del año pasado, y la
negociación durante el resto del año fue, por tanto, un intento de
reconducir el programa griego hacia una solución lo más duradera
posible. El ajuste fiscal que ha puesto en práctica Grecia hasta la
fecha ha sido brutal (con una reducción del déficit primario —antes del
pago de intereses— de alrededor de 15 puntos del PIB) y la devaluación
interna necesaria para regenerar el crecimiento está empezando a
materializarse. La caída de los costes laborales unitarios, la medida de
la competitividad de una economía, supera el 15% en tasa interanual.
El resultado de la negociación es esperanzador. El perfil de la deuda
sigue siendo muy complicado, pero la nueva estructura de la misma, con
un coste mucho menor y un perfil de refinanciación mucho más manejable,
se empieza a acercar a una solución factible. Lo que el país necesita
ahora, además de, entre otras, una profunda reforma de la administración
de impuestos, es la esperanza de un futuro. La recesión de los últimos
cinco años —sí, cinco años de recesión, que serán como mínimo seis con
2013, increíblemente larga, algo que debería dar mucho que pensar a los
responsables políticos de la gestión de la crisis griega, tanto en
Grecia como en las capitales europeas y en el FMI— se ha debido, además
de a las múltiples complicaciones políticas a nivel griego y europeo, a
la total incertidumbre sobre el futuro del país, que ha parado en seco
toda perspectiva de inversión o de empleo. Es imposible tomar una
decisión de inversión cuando no se sabe qué tipo de moneda o sistema
político tendrá el país en el futuro inmediato. Una lectura cuidadosa
del documento del FMI podría sugerir que hay un principio de acuerdo con
las autoridades europeas para reestructurar, en un futuro no muy
lejano, tanto las tenencias de bonos griegos del BCE como los préstamos
de los países europeos a Grecia —medida absolutamente necesaria para
restaurar la solvencia del país, ahora que la gran mayoría de la deuda
griega es con el sector oficial—. Este acuerdo, de existir, es
implícito, pero debería hacerse explícito lo antes posible —condicionado
al cumplimiento de objetivos, como se ha hecho con éxito en
experiencias anteriores— para así dar fuerza a las autoridades griegas
en su esfuerzo por continuar los ajustes y dar motivos al sector privado
para empezar a invertir de nuevo en Grecia. Esto permitiría además
reducir el nivel del superávit primario que deberá mantener Grecia en el
futuro y generar espacio para el crecimiento. El esfuerzo ha sido de
dimensiones casi históricas. Es hora de empezar a pensar en cómo se
pueden recoger los frutos.
Ángel Ubide es senior fellow del Peterson Institute for International Economics en Washington.
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