La incurable enfermedad de Atenas
La decadencia de la ciudad se ha ido larvando poco a poco, desde antes de la crisis. Se desvanece el recuerdo de lo que fue y en el camino pierde su sustancia y la belleza paradisíaca de sus noches.
Pétros Márkaris. 27 octubre 2013
Atenas está en vías de convertirse en una sombra de sí misma. Los
barrios parecen descuidados y abandonados y a menudo ofrecen estridentes
contrastes sociales. Una gran parte del lustre que se obtuvo con los
Juegos Olímpicos se apaga.
Atenas se muere. No de un ataque al corazón, sino de alzhéimer. La
ciudad pierde su memoria, ya no reconoce su entorno y cada vez tiene
menos contacto con la gente que vive en ella. La memoria de la ciudad se
desvanece poco a poco; Atenas está perdiendo los cimientos de su
existencia. Esta merma de los recuerdos afecta sobre todo a los barrios
de clase media y de la pequeña burguesía.
Quien circule por sus sombrías
calles verá las hileras de tiendas y comercios cerrados, llenos de
pintadas salvajes. El ejemplo más impresionante de este deterioro se
observa en la avenida Patisíon, una de las más viejas y extensas. En
ella, la clase media realizaba tradicionalmente sus compras. Hoy, uno de
cada dos comercios está vacío. Los escaparates aparecen cubiertos de
pegatinas y anuncios de viviendas desocupadas que aguardan inútilmente
algún inquilino.
Los peatones caminan sin prestar atención ni mirar hacia esos
espacios vacíos. Si se les preguntara qué clase de comercio había antes
allí, responderían desconcertados: “¿Ropa, quizá?”, o “¿Zapatos?”, solo
porque la mayoría de estas tiendas se dedicaban a la moda o eran
zapaterías. ¿Quién puede comprar todavía hoy ropa o zapatos en Atenas?
Según las estadísticas, el 80% de los atenienses ya no está en
condiciones de costear su vida.
En casi todas las zonas residenciales del centro puede verse la misma
imagen de desolación. El barrio de Kypseli, donde vivo, fue hasta los
años ochenta la zona residencial de la clase media. Ahora se ha
convertido en un barrio de inmigrantes, habitado sobre todo por
africanos. En las aceras próximas a mi casa escucho con frecuencia
hablar en francés, pero apenas veo a jóvenes de mi país.
El griego lo
hablan solo los jubilados.
No hay que buscar las raíces de este éxodo en la crisis actual, sino
en la época de la riqueza ficticia. A mediados de los ochenta, los
ciudadanos de clase media ya no querían seguir respirando el aire
contaminado del centro urbano, y también estaban hartos de los ruidos y
los permanentes atascos.
Pero, ante todo, querían vivir como nuevos
ricos, de modo que abandonaron sus zonas residenciales para mudarse a
los barrios periféricos. Solo se quedaron en el centro los pensionistas y
algunos artistas e intelectuales que no pudieron o no quisieron
abandonar sus viviendas, por razones económicas, pero también por
razones de fidelidad.
Más adelante se produjo la gran oleada de inmigración. Para los
inmigrantes, esas zonas urbanas abandonadas fueron una bendición. Y no
es cierto lo que decían los habitantes que seguían viviendo en esas
zonas, sobre todo los pensionistas: que sus inmuebles habían perdido
valor por culpa de la llegada de los inmigrantes. Los inmigrantes se
trasladaron allí porque las viviendas permanecían vacías y los
alquileres eran muy baratos.
Aquellos propietarios que no vendieron sus viejas casas ahora están
haciendo un buen negocio. Las alquilan a la vez a varios inmigrantes que
viven solos, y cada uno de ellos paga 30 euros al mes aproximadamente.
Esos propietarios se embolsan de este modo un alquiler mensual
claramente más elevado que la media. Mientras, los inmigrantes duermen
por turno en esas casas. Se trata de dinero negro. Estos alquileres no
se declaran a Hacienda y los propietarios no pagan ningún impuesto.
El predominio de la inmigración ha transformado estas zonas en
enclaves de racismo. Y puesto que ni el Estado griego ni la ciudad de
Atenas han sabido o podido desarrollar una política racional sobre la
inmigración o sobre la ciudad, estos barrios se han convertido en
bastiones del partido neonazi Aurora Dorada. Los ancianos y jubilados
tienen miedo de los inmigrantes. Los neonazis los protegen. Los
acompañan al banco para evitarles supuestos asaltos, y por las noches
duermen cerca de ellos para que se crean seguros.
Suelo pasear por el casco viejo de mi ciudad. Es la zona más hermosa
de Atenas, al menos del centro, no solo por la Acrópolis o el antiguo
cementerio del Cerámico, sino porque es también la parte más vieja de la
Atenas moderna. Fue erigido en los años treinta del siglo XIX, en parte
por arquitectos alemanes, durante la época del dominio bávaro en
Grecia. Por ejemplo, Ernst Ziller construyó el Teatro Nacional de Atenas
y la Oficina Central de Correos; y el Palacio Real, hoy sede del
Parlamento, es obra de Friedrich von Gärtner, el arquitecto de la corte
del rey de Baviera.
Tras la marcha de los bávaros, la ciudad vieja perdió paulatinamente
su encanto hasta quedar abandonada a su suerte. Pero en los años ochenta
del pasado siglo fue sometida a una rehabilitación integral. En 2004,
durante los Juegos Olímpicos, había recuperado todo su esplendor. No se
reparó en gastos para renovar antiguos edificios. Se construyeron nuevos
hoteles, que contaban con hacer un buen negocio con los espectadores de
las pruebas deportivas. Las expectativas no se cumplieron y desde
entonces todo ha ido cuesta abajo. Muchos hoteles del centro tuvieron
que cerrar por falta de clientes.
La delincuencia, el tráfico de drogasy las prostitutas han tomado los alrededores de la plaza Omonia.
El recuerdo más notable de esos años es la zona peatonal que arranca
del templo de Hefesto y discurre a lo largo de la Acrópolis. A la
derecha se halla la colina de las Ninfas, a la izquierda la Acrópolis y
cuando se llega al final de este paseo aparecen las columnas del templo
de Zeus. La crisis y la ruina han pasado de largo de esta zona
turística. El paseante que camina hoy día por la ciudad vieja no ve
ninguna diferencia apreciable. Es cierto que el número de inmigrantes ha
aumentado en el centro, pero esto no tiene nada que ver con ninguna
nueva oleada de inmigrantes, sino con el desempleo. Los emigrantes se
desplazan de un lado a otro y buscan trabajo desesperadamente.
Esta zona, que apenas se ha visto afectada por la crisis, es el
barrio de Plaka, situado al pie de la Acrópolis. Junto con el resto de
la ciudad vieja, Plaka fue sometido a una costosa renovación. Las
tabernuchas desiertas y los bares musicales más baratos cerraron y los
propietarios de viviendas obtuvieron facilidades para rehabilitar sus
casas. Los precios de los inmuebles aumentaron y hoy Plaka es un barrio
elegante, habitado por empresarios ricos; sobre todo, armadores.
He tenido la fortuna de viajar mucho a lo largo de mi vida. No
conozco ninguna otra ciudad que se transforme tanto durante la noche
como Atenas. En realidad, los atenienses viven en dos ciudades: en una
Atenas diurna y otra nocturna. Seguramente solo soportan el infierno de
contaminación, ruido y atascos de tráfico porque por las noches se les
conceden unas horas en el paraíso. La oscuridad logra esconder el
desagradable rostro diurno de Atenas, levantado a base de bloques de
cemento en la época del “crecimiento griego”, en los años cincuenta y
sesenta.
La crisis ha terminado con esta Atenas nocturna. Desde las nueve de
la noche, uno camina por calles vacías y ve colas de taxis que aguardan
clientes inútilmente. Muchas tabernas y restaurantes ya solo abren los
sábados; en muchos rincones de la ciudad vieja los sin techo se sientan
para comer su escaso pan. Lo peor está en los alrededores de la plaza de
Omonia, convertidos en una zona de delincuencia y ocupados por
traficantes de droga y prostitutas extranjeras, controladas por la mafia
rusa. Las calles que tienen locales para jóvenes también están llenas
durante la semana. Con una botella de cerveza en la mano, estos se
sientan en la acera delante de los bares y disfrutan de la música que
sale del interior de aquellos.
Estas áreas urbanas que han perdido la tranquilidad nocturna son las
antiguas zonas de la clase media y la pequeña burguesía del centro. Casi
todas las noches se registra en ellas algún altercado callejero. A
veces son culpa de los neonazis de Aurora Dorada, que van a la caza del
inmigrante. Otras, de las bandas de inmigrantes, que se pelean entre
ellas para asegurarse un rincón donde traficar con estupefacientes. A
ello se suma la policía, que lucha inútilmente en ambos frentes para
restablecer el orden. Mientras tanto, las reyertas urbanas se producen
también en la ciudad vieja.
Tengo dos amigos que viven en Agios Panteleimon, el peor barrio de
todos. Uno es músico; el otro, crítico de cine. Los dos dicen lo mismo:
ya no se puede vivir allí. No obstante, allí siguen, como otros artistas
y gentes de la cultura. Intentan hacer la vida un poco más soportable
mediante centros culturales y otros proyectos. Es su manera de luchar
contra el alzhéimer. Pero, como sabemos, el alzhéimer es una enfermedad
incurable.
Petros Márkaris (Estambul, 1937) es el autor de las novelas policiacas protagonizadas por el inspector Kostas Jaritos. Pan, educación, libertad (Tusquets) es la más reciente.
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